Los ojos de Silver se perdían en lo negro del pizarrón. Ese año les había tocado una vez más un aula de las viejas que, en lugar de las pizarras blancas sintéticas y los marcadores modernos, tenía el romántico pizarrón y las tizas. Silver tosía cada vez que borraba, y Nena más de una vez se había ofrecido durante el año anterior a borrar en su lugar, soportando algún que otro aullido de burla de sus compañeros. Ella sabía que lo hacían de graciosos y no con saña. Todos descontaban que Nena no necesitaba de los favores del profesor para aprobar la materia. Sin embargo fue grande la sorpresa de muchos al ver que reprobó sistemáticamente los finales luego de un año tan exitoso.
Nena borraba eficiente y prolija tratando de no desparramar el polvo de tiza por el aire viciado del aula sin ventana. Lo único que quería era devolverle el borrador a Silver en la mano y aprovechar a rozarle los dedos mientras lo miraba fijamente a los ojos tratando de adivinar alguna reacción. Muchas veces lo había logrado y una sonrisa de Silver pagaba con creces la tarea realizada. Otras se quedaba en deuda recibiendo un frío “gracias, apoyalo por ahí”.
Este año la cosa iba a ser distinta. Si él decía no saber quien era “Nena”, ella no se daría por enterada de que el polvo le hacía toser. Si él se daba el lujo de ignorarla, ella se sentaría en el fondo de la clase. No lo salvaría nunca de la vergüenza de preguntar “¿Entendieron?” y que nadie contestase nada siendo ella la única valiente en romper el silencio con un “sí”. Sus clases serían un freezer sin sus preguntas. Nadie le seguía el tren y ella lo sabía. Los alumnos del turno noche venían a clase arrastrados por sus biromes, y se desparramaban encima de los cuadernos cuadriculados a espiral. Trataban de anotar cada palabra dicha en clase, lo más textual posible, con la esperanza de algún día, cerca del examen, pudieran descifrar algo sobre lo qué se había hablado. Nadie se molestaba en tratar de entender una transformada de Fourier a esas horas del día. Ni siquiera en saber cómo diablos se pronunciaba el nombre del francés que la bautizó. Nena sabía muy bien que a Silver le interesaba que los alumnos aprendiesen. Solía largarse a discurrir acerca de lo importante de las matemáticas en todos los órdenes de la vida y, cuando Nena preguntaba algo tratando de profundizar su entendimiento, Silver se encendía y entusiasmaba al ritmo de la tiza y daba ejemplos gratis al por mayor. Lo que él llamaba “el suplemento extra”.
Este año no. Nena sería muda. De todas maneras, sería hipócrita preguntar cosas que en realidad ya sabía. Los temas del curso eran de su total dominio.
Pero de pronto recordó que había decidido la semana anterior hacer los arreglos necesarios para no tener que ir a clase. Evitarlo sería mucho más sano que confrontarlo. Sólo Dios sabía cuánto lo amó. Cómo estaba pendiente de cada gesto y de cada minuto que pasaba junto a él. No, no estaba lista para abandonarlo. Su decisión era irrevocable, pero el método estaba por verse. No podía asimilar de un día para el otro la idea de no verlo nunca más. Necesitaba algo que se interpusiera entre los dos. Alguien que borronease todo ese aluvión de sentimientos que tenía hacia él.
Ese alguien, en ese mismo momento, estaba viajando en micro hacia Constitución.
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